Hace unos pocos meses se dio uno de los “grandes pasos” en la agenda reformista del Fondo Monetario Internacional. La meta: alterar la estructura de votos del organismo para aumentar la influencia de los países pobres en la formulación de política económica internacional.
Previo a la votación del 28 de abril, los países ricos tenían el 60.5% de los votos en la organización. Esto porque cada país recibe una cantidad de votos acorde a la cuota que paga al FMI, de modo que el que más paga, más votos tiene.
La reforma recién aprobada le otorga a los países pobres un 2.5% de votos adicionales. Es decir, que los ricos mantienen control absoluto de las decisiones tomadas en el más alto foro económico mundial.
Dada la filiación socialista del nuevo director del Fondo, Dominique Strauss-Kahn, muchos pensaron que la organización podría encaminarse a un cambio de rumbo. Los resultados, sin embargo, apuntan a la continuación de las políticas de siempre.
Lo escaso de la reforma reafirma las denuncias y la convicción de sectores progresistas sobre la necesidad de seguir desafiando la legitimidad del fondomonetarismo, fundamentalmente mediante la creación de alianzas estratégicas y la búsqueda de instancias alternativas.
Concretamente, la propuesta es formular acciones por parte de los movimientos sociales y de los gobiernos progresistas en los países en vías de desarrollo. Específicamente, aquellas acciones que toquen al FMI y a las otras instituciones financieras internacionales (IFIs) donde más les duele: en su imagen organizacional y en su cuenta corriente (no necesariamente en ése orden).
Al día de hoy, las mayores reivindicaciones que se han obtenido de las IFIs corresponden a la gestión, el perdón parcial y total de la deuda de los países más pobres, así como el requisito de incluir a miembros de la sociedad civil en la discusión de los programas de ajuste estructural, a través de los Poverty Reduction Strategy Papers (PRSPs).
Ahora bien, ambas concesiones (que dicho sea de paso, se pueden mejorar mucho), fueron hechas bajo una fuerte presión de sectores de la sociedad civil organizada. Dichos sectores cabildearon activamente a través de cartas, campañas, protestas y demostraciones, sacando a relucir que los países pobres habían pagado el principal de su deuda hace mucho tiempo y que el eterno pago de intereses era uno de los principales obstáculos para que salieran del atolladero.
No sólo eso: también éstos movimientos sacaron a relucir el carácter impositivo de las reformas de ajuste estructural administradas en los países pobres, las cuales eran aceptadas por los gobiernos de turno sin tomar en cuenta la preferencias de la sociedad civil organizada en cada país.
Aunque tenga más de cosmético que de efectivo, ahora de hecho es requisito para cada gobierno consultar con instancias de la sociedad civil a la hora de someter un plan de ajuste al Fondo, a fin de que exista algún grado de consenso respecto al grado y la profundidad de las políticas económicas a las que el país va a ser sometido. En ése sentido la presión funcionó y el Fondo tuvo que ceder.
El otro frente de presión es el de los gobiernos progresistas de la región. En los últimos años Argentina, Brasil y Venezuela han actuado de manera concertada, cooperando entre ellos para saldar la deuda pendiente con el FMI y formar una instancia alternativa de financiamiento para el desarrollo. Ello, claro está, con el fin de librar a los países del Sur de las condicionalidades extremas impuestas por las IFIs.
El primero en saldar su deuda fue Brasil, quien por el tamaño de su deuda financiaba buena parte del presupuesto del FMI a través del pago de intereses. Luego siguió Venezuela, que aprovechando su actual bonanza petrolera aprovechó para librarse de ésa deuda que llevaba a cuestas.
Argentina también quiso hacer lo propio, pero le faltaba dinero. En un gran ejemplo de solidaridad regional, Venezuela compró la deuda de Argentina. Argentina siempre va a tener que pagar el favor de vuelta, pero sin las condicionalidades de ajuste impuestas por el FMI y en condiciones mucho más favorables.
Como resultado de éstas transacciones, el FMI se encuentra en un jaque económico. Ya no se puede financiar puramente a base de los intereses usureros que le impone a los países pobres. Tan es así, que a enero del 2007 el FMI proyectaba un déficit presupuestario de 105 millones de dólares.
Previendo la crisis económica del FMI, el pasado director Rodrigo de Rato ordenó un comité de estudio para explorar vías alternas de financiamiento para la institución. En el documento resultante, titulado el “Crockett Report”, se recomienda la creación de un fondo de dotación para generar ingresos, gestionado mediante la venta de 13.3% de sus reservas en oro. Eso significa 12.9 millones de onzas, que a precios de agosto del 2008 equivalen a unos 11 billones de dólares.
Puesto contra la pared, el Fondo hoy se encuentra bajo presión de recurrir a sus ahorros para sobrevivir en un entorno que crecientemente cuestiona la utilidad y la justicia de sus políticas.
Todo esto apunta a la posibilidad real de lograr, sin miedo y con voluntad, que las IFIs se reformulen y se reinventen en pos de un proyecto conducente al beneficio de las grandes mayorías. Iniciativas como el Banco del Sur, suscrita por Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay y Paraguay, ponen nerviosas a las instituciones financieras del primer mundo, y pueden doblarle la muñeca a los grandes intereses del Norte.
A ver si la próxima “reforma” la piensan mejor y le dan a los países del Sur más que un mísero 2.5% de los votos.
sábado, 9 de agosto de 2008
La "reforma" del FMI
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